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Estoy aquí y percibo
la grandeza del día

SONIDOS DE OTROS DÍAS


No se escuchaban más que la sal de las olas, el salir del sol, las alas del viento. Y a veces, en la noche, la voz de una sirena que llamaba a los barcos, desde un faro encendido, silencioso y ya viejo. No se oía nada más que la harmonía. Tan solo la altura de aquel cielo alto, con estrellas pálidas y constelaciones apenas visibles, extendido y solo, en el que decían que Dios castigaba a todos los malos y Dios compensaba a todos los buenos. Un cielo distante, extraño y oscuro, arcano y temible, en el que contaban –y afirman aún– que cabían los muertos.

Paisaje, luz, tiempo. Así era la vida, entonces; entonces, cuando no había tanto como ahora falta, como ahora se vende, como ahora se encubre, como ahora es superfluo; cuando nos sobraba salud y palabra, cuando había de todo lo más necesario, sin lucro ni truhan que lo propagara: cariño, amistad, paciencia, honradez, cordura, respeto. En aquellos años en que nos sobraba lo que ahora no abunda: comprensión, esencia, sensatez, aprietos.

Los pájaros, siempre, siempre la mañana. La cal humildísima de casas y muros. El pan y las mulas, la voz de Marcelo. El sonar del agua, limpia, en los regatos. Los regatos, libres, discurriendo lentos. El crujir del árbol que aguantaría un día. El burro al que damos nuestro bocadillo. Las ocas que avisan de algún imprevisto. El coche de línea. La voz de los cuervos. No se sentía más que el gallo imperioso que rasgaba el alba y el cacarear en los gallineros. No más que el susurro de los abedules o los estribillos de alguna mujer que podaba arbustos o cantaba alegre en el lavadero.

No había tantas ambulancias ni tantos tanques de guerra ni tantos coches de lujo ni tantos gritos continuos ni tanto vil atropello. Ni tantos ruidos constantes ni tanto llanto infinito ni tanto lamento diario. No había rabia. No había alarmas. Ni desazón ni dolor, al menos tan inquietantes ni con tan tramado estrépito. Quizá no nos lo decían, acaso sabíamos nada de todo lo que ocurría –intereses del negocio–, tan lejano como ajeno. Pero es cierto, no existían –me lo narra la memoria– más que el grillar de los grillos, la chicharra y su carraca, el granizo, el rayo, el trueno, el transcurrir de los meses y los suspiros aquellos de mis abuelos y padres: a ver si algo cambia un poco, a ver si mejora esto.

(La Nueva España, 1-03-2017)

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