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Estoy aquí y percibo
la grandeza del día

DICIEMBRE


Estos días no son como aquellos que fueron. La ilusión relucía con los primeros astros, en la voz montaraz de las mañanas, en el hielo afilado del camino. Diciembre, baja la luz como evocada y lenta, estrena el frío sus petirrojos tímidos. Nada existe alrededor más que narvaso y vaho que despide la tierra. Pero soñamos. Estos días del año no son como ninguno. Parece que la vida es menos peligrosa, que silencia sus garras y aminora su ritmo. Soñamos como sueñan los brotes de las zarzas, los vástagos del mar, los sueños campesinos. De la escasez germina la abundancia, así nos lo enseñaron y así nos lo aprendimos.

En los escaparates, entre las zapatillas y el jabón y algunos polvorones esparcidos, ponen unas bombillas que apenas iluminan, pero llenan de magia los objetos, a los pocos paquetes que hay expuestos, a los frascos con agua de colonia, a los pañuelos blancos con la inicial bordada, a la torta exquisita de pan de higo. Es la misma ventana del bar tienda de siempre, donde anuncian alubias y caldo y funerales, pero en diciembre todo deja de ser lo mismo. En diciembre las horas vienen con más holgura, suceden despaciosas y huelen a humildad como huele el cocido.

En casa también suena un tiempo muy distinto. A la entrada, mi madre, entre algodón blanquísimo, sobre la zapatera, pone a dormir al Niño. Y tan pronto abre la caja con guirnaldas y adornos, que duerme todo el año encima de un armario, y se coloca el árbol, en un tiesto cubierto con papel plateado, al fondo del pasillo, algo cambia en el mundo de sus cuatro paredes, como si un brillo extraño alumbrara los cuartos, como si una esperanza se ocultara en los techos, como si algo en nosotros intuyera una estrella. Despide todo copos de cariño.

En la escuela se nota más que en todos los sitios. Los maestros no pegan ni castigan ni riñen como hacen casi a diario. Dibujamos estampas y rotulamos ángeles, llenamos las ventanas de acebos y belenes y campanas y cirios. El mes entero estamos preparando estas fiestas, con la estufa encendida, sin quitar el abrigo, recortando y pegando, recitando oraciones y ensayando estribillos de villancicos. El paisaje es muy triste pero vale la pena. Oscurece enseguida, enmudece la luna. Los árboles se quedan desnudos y callados. Y se ven muy nevados, a lo lejos, los Picos.

(La Nueva España, 08/12/2016)

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