Yo soy, como otros muchos, de un entonces de pueblo y de labranza. De aquellos años quietos en que nadie pasaba tanta hambre como ahora y todos poseían un jornal y un oficio, un huerto y unos gallos, o un bote y unas nasas. Todos, su casa digna en la que convivían prole y antepasados. De jornadas tan amplias como siglos enteros, azules y dichosas, entre grillos y zarzas. Hijos de la honradez (así nos lo inculcaron) y la resignación (así tenía que ser, no había más salida. Nob
A mí me extrañaba que no hiciesen nada, que los vieras siempre de brazos cruzados, con su brillantina, desde bien temprano, bigote y corbata. Que estuviesen siempre tomando unos vasos y echando unas briscas o unos subastados. O mirando obras y poniendo tachas y opinando a voces de lo mal que iba el mundo, y la tierra, qué desmejorada. Eran, además, muchos en mi pueblo y en otros vecinos. Un gran regimiento de hombres que vestían chaquetas de ante y abrigos de piel, como algun
En los pueblos que quedan sangra la melancolía y duele el tiempo. Mancan las ausencias y el olvido mucho más que entre las multitudes y las prisas de las ciudades, donde todo es anónimo y trivial, tan sin sentido como urgente. Los pueblos equivalen a esqueletos de una existencia muy antigua, donde nada cambia, pero nada permanece, donde tan solo vive lo que muere. El principio y el fin destructor del tiempo se palpan en los muros caídos, en las contraventanas que ya no se abr
Cierro los ojos y aún es de noche. Un firmamento inmenso es lo que veo. La Osa Mayor, la Lira, Casiopea, el Dragón, lágrimas de san Lorenzo. Suena gente a lo lejos y estallan los petardos. Hace bochorno. Por eso los mosquitos rondan la luz y mi abuelo comenta que hoy ya no llueve, que en la verbena está asegurado el tiempo. La casa de los abuelos huele a humildad y, como los paraísos, es grande y fresca, con paredes de muro y amplias ventanas y un corredor con bancos y alguno