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Estoy aquí y percibo
la grandeza del día

YA ESTAMOS TODOS

Ya estamos todos. Siempre decía lo mismo cuando cerraba la puerta. Ya estamos todos y exhalaba tranquila y la noche se hacía más noche y más oscura, pero la casa, más nido, más refugio, más materna. Lo mismo daba que fuera en noches de verano que en pleno invierno, era igual; lo importante: que estuviéramos juntos, que nos viera reunidos después de cerrar la puerta. Allí cabíamos todos, en un mínimo espacio, donde ardía la cocina, una más de la familia, que atizábamos con leña.

Ya estamos todos. Y mientras mi padre, a veces, reparaba algún cacharro (un reloj, los plomos viejos, un cazo o una linterna), nosotros, los cuatro hermanos, imaginábamos casas con una cocina enorme y calentador de agua y agua corriente y un grifo, escondidos y jugando por debajo de la mesa. O pegábamos los cromos, con engrudo, en las paredes o comíamos piñones de las piñas de la hornilla o resolvíamos cuentas. Cabíamos todos allí, hasta la tía de Viodo que, al atardecer, llegaba con una bolsa, hortalizas, un bastón y una lechera.

Ya estamos todos. En la cocina se hablaba como en el mejor salón y el fuego nos distraía como distraían las moscas, las gotas en los cristales, el viento, las tempestades o una minucia cualquiera. Se hablaba hasta altas horas, pues las tardes eran largas, de cómo subía la vida, cuánto trabajo sobraba o qué temprano llegaba entonces la primavera. Se hablaba incluso en los días en los que la luz se iba y se alumbraba la casa con lamparillas de aceite, con mariposas de corcho, para no gastar las velas. Y se contaban historias, muchas historias y fábulas, o comentaban sucesos, que sucedían muy lejos y casi nunca muy cerca.

Ya estamos todos. Algunas noches, venían unos vecinos y nos sentábamos todos en el suelo y en banquetas, y compartíamos castañas asadas sobre la chapa o mazorcas de maíz o chocolate caliente o borona o pan de higo o palabras cariñosas que valían mucho la pena. Otras noches, mi madre cosía ropa o repasaba las mudas o echaba a remojo fabas o escogía los garbanzos y nos gustaba ayudarla, sobre todo si descaxinaba arbejos o limpiaba las lentejas. Ya estamos todos. Y ella cerraba la puerta que siempre quedaba abierta (jamás echaba la llave). Y la casa se inflamaba por muy fría que estuviera. Y olía a cena.


(La Nueva España, 16-08-2019)

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