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Estoy aquí y percibo
la grandeza del día

DE MOCHILAS MENTIROSAS

  • Aurelio González Ovies
  • 11 sept
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 12 sept

Septiembre empieza y el camino a la escuela ya no es el mismo. Los patios se revisten de voces nuevas, de mochilas inteligentes de visos y neón bajo el sol de la mañana, tabletas en vez de cuadernos, apps en lugar de canciones, y padres que consultan el clima en sus móviles antes de dar un beso y unas castañas asadas. Entonces los jerséis picaban igual que la ilusión y una cartera rota bastaba para portar el universo. Hace ya muchos años, el aula olía a lápiz, soldado de madera con la punta afilada; a cuaderno promesa de las letras torcidas, a recreos sin filtro ni pastores ni cámaras, a meriendas de pan con chocolate envuelto en servilleta o chorizo de casa; no había ”aplicaciones” para alertar deberes, tan solo la memoria curtida, día a día, de un niño que jugaba más que soñaba.

 

Hoy los sueños caben en pantallas, pero el alma se resiste a entrar en ellas, porque es alma y ellas, falaces pantallas. En la televisión de antes, los anuncios vendían juguetes y esperanzas; hoy propagan azúcar con capacidad de héroe, hamburguesas disfrazadas de premios y músculo, bebidas que nos brindan energía a cambio del insomnio, vitaminas que burbujean en cada lata. "Comer feliz" es el eslogan del vacío con velo de alimento-caca. Dicen que un cereal puede hacerte valiente, que una galleta te hará amigo de todos, que con cualquier batido saltarás más alto, alcanzarás la fama; pero nunca confiesan que el azúcar se adormece en las venas como una caricia que se convierte en yugo. Cuanto venden como fuerza, es apariencia vana. Y comer lo que reluce es crecer en la escasez y la ignorancia.

 

Hoy los niños saben más, pero entienden mucho menos, recitan marcas como si fueran colores, desean lo que no nutre, porque les malenseñan que lo que reluce en la vida es lo que brilla en la caja. Mas la verdad es distinta: brilla quien se alimenta con amor y con medida y con corazón de casa. En aquel lejano tiempo, el empezar al colegio suponía un rito sin poses: cambiar de estuche y chanclos, quedar al margen de modas y de marcas, leer en papel, escribir en pizarras, sentirse en el recreo en una patria libre. Disfrutar de una niñez que no estaba, entre notas e informes, enjaulada.

 

Nos queda la esperanza si enseñamos a mirar con conciencia detrás del envoltorio, porque el monstruo no bebe colores imposibles ni la sabiduría viaja en tróleis guais y abarrotados, porque no engaña el tigre que ruge en el paquete, sino cuanta mentira en todo esto se encubre. Y así muere la infancia...


Fuente: La Nueva España, 11-09-2025.

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