Los inicios de curso, un año y otro año, me transportan a días de la infancia. Entonces era invierno casi siempre. Casi siempre la lluvia con nosotros. Por eso la costumbre, de equiparnos, junto con las libretas, los lápices y alguna cosa que otra, de unos chanclos y guantes y paraguas. El verano cesaba de repente. Y septiembre caía con luz entristecida, como todas las hojas de los árboles, como todas las tardes, que tanto se acortaban. Entonces, era invierno casi siempre. Casi siempre había viento y se iba la luz y noche era eterna y humedecían las sábanas.
Septiembre y sus rituales. Eran pocas las veces que estrenábamos libros. No había tantos libros ni se necesitaban. Forrábamos algunos que, con suerte, heredábamos de primos o de hermanos, de amigos o vecinos. Borrábamos sus nombres, hojeábamos la letra y los dibujos y luego nos sentábamos sobre ellos un momento para que el nuevo plástico asentara. Pocas las ocasiones en las que, como mucho, nos compraban un boli de tres o más colores o un sacapuntas con forma de teléfono o de bola del mundo o de cuerpo de rana.
Septiembre y su rutina. Madrugábamos. Frío por todas partes de la casa. Cristales empañados, paredes chorreantes. Mi madre preparaba el desayuno. Nos echaba colonia y nos peinaba. A mí con raya a un lado. A mi hermana dos trenzas hermosas que parecían compradas o con el pelo suelto y alisado y atada en la cabeza una lazada. Y a la escuela: una cartera humilde, un estuche de plástico, un bocadillo, plátano, unas pocas castañas.
Esperábamos a todos los amigos, nos llamábamos, y en pandilla bajábamos contentos, sobre todo en los amaneceres fríos que nos proporcionaban charcos como cristales que rompíamos saltando sobre ellos hasta partir la escarcha.
Septiembre y su nobleza. La escuela era de niños y de niñas. Para niñas y niños. Y los demás sobraban. Raro era que los padres metieran su nariz ni que se discutiera el método que el maestro defendía por certero, porque el maestro era tutor y autoridad, responsable absoluto de cuanto acaeciera, de cuanto se tratara. Nadie iba a imponer su idea de enseñar ni nadie que faltara al respeto a la figura máxima. Ni nadie que culpara al enseñante, con cartas o denuncias. Ningún padre en mi tiempo irrumpía en la escuela defendiendo la maldad de su hijo con graves amenazas. Qué tiempos más distintos. Qué prerrogativas más impermisibles. Cuánta parafernalia.
La Nueva España, 13-09-2024.
Magnífico artículo. Comparto tu sentir. Feliz vuelta al cole, Aurelio.
Un abrazo desde Murcia