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Estoy aquí y percibo
la grandeza del día

LOS JUEGOS DE ANTAÑO


Aún no había ni teléfono ni coches –al menos allí, en los pueblos–. Aún no existía nada, más que el tiempo y el paisaje, el aire puro, el terreno, un paraíso de sol, de eucaliptos y de prados. Y de aquella nada, todo. Todas las horas del día llenas de ilusión y vida, sin importar el futuro, siempre enredando y soñando. Soñando con lo que fuera que tal vez nunca sería, pero fue sueño y hermoso. Enredando sin enredos, pero cuánta fantasía, a cuántos juegos jugamos. Cuántos encuentros y planes, cuánta lealtad y pactos. Siempre viéndonos, de tú a tú, siempre nosotros, sintiéndonos, siempre quedando y hablando. No había máquinas aún, ni disgustos ni atentados.

Construíamos cabañas en la copa de los árboles, con tablas, cartón y trapos. Y allí pasábamos tardes, como reyes en su reino, maquinando nuevas rutas, descubriendo nuestros cuerpos, distribuyendo el verano. Conocíamos las flores, los remedios de las hierbas, los nombres de los insectos, el caudal de los regueros, el gorjeo de los pájaros. Inventábamos idiomas para transmitir secretos, para hablar de nuestras cosas, rematando las palabras con estrambotes extraños. Vigilábamos los nidos, asaltábamos los huertos para comer los guisantes, descubríamos fresales y camadas de los gatos.

Y con cristales partidos y chapas de las botellas –qué novedad por entonces– enterrábamos tesoros para después conquistarlos. O nos poníamos bigotes, con las barbas del maíz o la nata de la leche, o nos creíamos gigantes subidos sobre unos zancos. Y cruzábamos la nieve pensando que era un trineo lo que no era más que un saco. Lo mismo que algunas veces, cuando corríamos frente al viento, imitando a los aviones, brazos en cruz, estirados. Igual que en cualquier arroyo que convertíamos en océano, donde servía cualquier tronco para imaginar un barco.

Al pincho, al guá, al escondite, al pañuelo por detrás, a pelota envenenada, a la maza o al balón o a revolver en los charcos. Nadie se aburría nunca. Todas las tardes enteras adivinando figuras en las nubes que pasaban, cogiendo moras maduras, columpiándonos, felices, guerreando con dos palos. Días y días en corro, en fila, sobre las ramas. Años y años de sombras, divirtiéndonos, cantando. Amasábamos la tierra, coleccionábamos luz, fabricábamos gomeros, arcos, flechas, carromatos, tiratacos. Recorríamos el mundo a la caza de tritones, libélulas, renacuajos. No hace mucho que ocurrió este pasado que escribo, aunque haya cambiado tanto. La infancia toda sonriendo, toda la vida soñando.

(La Nueva España, 17-05-2017)

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