Y, de veras, ya verás tras este virus voraz... Y ya vimos: íbamos a ser mejores, increíblemente sanos, compasivos, diligentes. Algo cambiaría en nosotros. Íbamos a humanizarnos, a concebir de otra forma la existencia, el sinsentido; a ser claros, solidarios, comprensivos, generosos. Íbamos a ser conscientes de nuestra frágil factura, dejar atrás los rencores, las diferencias, las lides, los reconcomios, los odios. Íbamos a corregir costumbres, malas maneras, pasiones desmesuradas, actuaciones, sentimientos, incongruencias, desatinos, ambiciones y desvelos y componendas y embrollos.
Y por doquier un consejo para vencer, en conjunto, para crecer en espíritu. A cualquier hora, unas frases de contenido amoroso. En cualquier medio leyendas, titulares, moralejas, recetas e indicaciones de cómo aprender, sufriendo, a entender qué sufren otros. A cada instante, enunciados y mensajes fraternales, sentencias sobre la vida y todos sus imprevistos, manifiestos de cordura, declaraciones, augurios seductores y sonoros. En todas partes palabras, las de siempre, pronunciadas con más fe o con más modulación, exhibición de deseos, buenos deseos y los más tiernos propósitos.
Sin embargo, algo sospecho y percibo muy distinto, día a día, algo que me hace pensar en falsa alarma y negocio. Sin embargo, lo que veo no se me parece en nada a la realidad soñada en las blandas cantinelas de aquellos hueros pronósticos. Algo que me corrobora que estamos más separados, si cabe, de lo que estábamos. Mas distanciados de cuerpo, tal como mandan los cánones y marcan los protocolos. Más alejados en cuerpo, en alma, en carne, en presencia. Más separados, más que antes, con muchas más reticencias, con muchísimos escrúpulos y menos hombro con hombro.
Han sembrado desconfianza, han desenfundado el miedo: al encuentro en un camino, al entrar en una estancia, al pasar vida adelante. Nos han vuelto temerosos. Han conseguido también que torzamos la cabeza cuando cruza un semejante, que no demos buenos días por evitar el aliento, que no nos miremos mucho, no nos contagien los ojos.
Nos han prohibido el abrazo, nos han tapiado la voz, nos han quitado los besos, nos han robado el contacto, la primavera, el entorno. Han logrado amedrentarnos, como en ocasiones varias, pero esta vez sin retorno, sin vuelta de tantos nombres, que, como en ocasiones varias, en breve se hacen anónimos. Y han logrado, por supuesto, que de hoy para mañana, desde ahora, ya, al momento, cuando no les interesa o les conviene y les nutre, nos olvidemos de todo.
(La Nueva España, 21-08-2020)
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