Cataclismos y ruinas que acechan a la buena gente
Me costaba trabajo percibir muchas cosas. Pues, desde los años primeros de la vida, es casi incomprensible entender a los hombres, comprender sus defectos, aceptar sus manías. Es difícil y extraño asimilar el mundo, contradictorio y terco, admitir sus desfases, respetar, a menudo, sus faltas de respeto, su mucha incongruencia, su torcida justicia. Era muy complicado razonar, desde niño, desigualdades, penas, infortunios y chanzas y el dolor y la muerte y el frío y el adiós. Se me hacía cuesta arriba. Y eso no lo explicaba ni el maestro en la escuela, tampoco el catecismo ni las enciclopedias. La sinrazón, la infamia, la cizaña, el abuso y otras mil indecencias no entraban en los libros, nunca venían escritas.
No podía concebir, con el miedo que siempre yo le tuve, la guerra que, un día y otro, asolaba los pueblos, destruía las razas y llevaba miseria a quien menos poseía. Y mientras tanto jefes, gobernantes, preponderantes todos, en teoría enemigos, convocaban reuniones y se daban abrazos, mientras caían las bombas, y firmaban acuerdos, entre copas de vino y platos de comida.
No me cabía en la mente que se murieran cientos de miles de personas, a muy pocos kilómetros de donde celebraban carnavales y fiestas, derrochando dinero en fuegos y carrozas, bailes y comitivas. Ni que estallaran siempre, a veces casi siempre, cataclismos y ruinas sobre la buena gente, en la carne más noble, en la sangre más limpia. No encontraba respuesta a multitud de incógnitas. ¿Por qué hablaban tan mal de unos y de otros, de estos y de aquellos, por qué deseaban daño o tanto mal hacían las personas que tanto suplicaban y tanto iban a misa? ¿Por qué, tras despedirse y aparentar quererse, en muchas ocasiones, al darse uno la vuelta, cuchicheaban de él embustes, falsedades, levantaban calumnias o mostraban envidias? ¿Y cómo era posible que la tierra siguiera girando, indiferente, así como si nada, cuando murió mi abuelo y mi padre se fue y mi madre acabó; cómo no se pararon la luz ni el canto de los pájaros ni las olas ni el viento ni el autobús de línea?
¿Cómo fundamentar que murieran descuidados y solos los seres que, hasta entonces, habían alimentado, sin condición alguna, tan desprendidamente, a vecinos y amigos y a su entera familia? ¿Por qué la Humanidad se empeñaba y se empeña en odiar a su propio semejante, en quebrar la belleza, en destruirla?
La Nueva España (15-03-2022)
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