A mi padre, in memóriam
Llegó la hora. Para un final, cada día es temprano. Pero se acabó el tiempo de contemplar la mar desde tu casa y podar el saúco y hablar al horizonte. Se terminó la edad de barruntar la lluvia y la tormenta. De adivinar la ruta de los barcos. Se acabaron las noches de luna en El Requexu. Y las limpias mañanas entre los castañedos y la húmeda quietud de Manzaneda. No habrá más ocasión de recorrer, en vida, las costas ni los montes. Ni de otear el cabo, la rampa, ni el pedrero. Ni de prever bonanza ni resaca. Ni los bancos plateados de peces que cruzaban las tardes del verano y de la primavera. Se terminó tu estancia inesperadamente. Te llamaron, de pronto. Sin duda fue tu Luz, que ya tendrá dispuesto el cielo que os toca y ya habrá abrillantado el cerco de tu estrella.
Llega ahora el encuentro con la nada habitual y los espacios huérfanos y los jerséis dolidos en los armarios pálidos y las sillas desiertas. Ahora, la realidad punzante de la muerte, la ausencia que desprenden sus años posteriores. Y el silencio forzoso de todo tu utillaje y tus perros de caza y tus cañas de pesca. Llega la soledad con sus formas escuálidas, con su separación definitiva. Y la aflicción y el vértigo. Inexorablemente, llegan.
Te llamarán de tarde en tarde las gaviotas que anidan, al norte de tu norte, en La Gaviera. Y encallará en Llumeres otro vacío nuevo, otra distancia más junto al muelle gastado, junto al camino hendido, junto a las lanchas yertas. Te recordaré siempre, los domingos, temprano, con tu ropa de aguas y tu pelo ya blanco. Te recordaré siempre, detrás de mí, agarrándome, enseñándome a andar en bicicleta. Te recordaré siempre conduciendo el camión, con litera y con claxon y almanaque, en el que me llevabas a aquellos viajes largos por largas carreteras.
Descansa en paz. No te faltó de nada. Eso es lo más grandioso que un ser humano otea al despedirse. Jamás te negaríamos aquello que pidieras. Unas manos queridas te labraron un reino de calor y cariño, de cuidado y de gozo, de respeto y de amparo. Es lo más hermosísimo que un alma puede ansiar, aquí, en la tierra. Descansa en paz y elévate a los altos dominios. Vete en busca de ella. Y bendecidnos siempre, protegednos a todos desde el eterno azul, sangre de nuestra sangre. ¡Qué expatriación se siente! ¡Qué desarraigo queda!
© Aurelio González Ovies
(La Nueva España, 3-12-2014)